Diario de Viajeros. Vero y Nacho. «Costa Rica».

A Leonardo lo conocimos en la puerta de un supermercado mientras esperábamos un bondi que nos llevara a Pavones, nuestro primer destino en Costa Rica. Estábamos con dos gringos que habíamos conocido en la frontera y que venían también para estos pagos. Entonces Leonardo bajó de un carro, que manejaba un yanqui pelilargo cerveza Guinnes

A Leonardo lo
conocimos en
la puerta de un
supermercado
mientras
esperábamos un
bondi que nos
llevara a Pavones,
nuestro primer
destino en Costa
Rica. Estábamos
con dos gringos
que habíamos
conocido en la frontera y que venían también para estos pagos. Entonces
Leonardo bajó de un carro, que manejaba un yanqui pelilargo cerveza
Guinnes en mano, y se ofreció a llevarnos por dos dólares. Aceptamos.
Pedimos que nos acerquen a algún camping pero, como no conocían ninguno,
Leonardo dijo que podíamos acampar en su casa por cinco dólares cada uno.
Era mucho menos de lo que pensábamos pagar así que el sí fue automático.
Podíamos usar, además, el baño, la cocina y la heladera.
La casa de Leonardo es muy precaria. Consta de un techo de chapa, con cuatro
subdivisiones adentro: tres habitaciones y una cocina comedor. Allí viven,
además del propio Leonardo, su esposa Tita y tres de sus hijos: Adriana,
Esteven y Daniel. Otros dos, más grandes, viven en pueblos vecinos. Pero
como el terreno es inmenso (“casi 4 mil metros cuadrados”, contó Leonardo
mientras mostraba su sonrisa orgullosa) también instalaron su casa una de
sus hijas, quien vive con su esposo; y su cuñada con la familia: mamá, papá
y cuatro pequeños hijos.

De modo que esto es un pequeño vecindario, donde muchos niños van de un
lado a otro, andando en bicicleta, jugando al fútbol, haciendo travesuras. Es
divertido porque nos levantamos, desayunamos a la sombra de un árbol
sentados en una lona, mientras ellos juguetean alrededor nuestro haciéndonos
todo tipo de preguntas.
Si uno tendría que elegir un oficio para ejercer por estos lados, sin duda hay
uno que esquivaría: el de jardinero. Seis meses de sequía hace que no crezca
el pasto, ni las plantas, ni nada. Todo se mantiene solito, con el rocío de las
noches y el sol durante el día. Increíblemente, Leonardo es jardinero, así
que está desocupado. En estos tiempos se dedica hacer alguna que otra
changa, que incluso a veces compromete a su hijo Esteven, quien debe
acompañarlo, como hoy, no pudiendo asistir a su primer día de clases. La
que para la olla es Tita, trabajando como ayudante de cocina en un
restaurant por poco más de diez dólares el día.
Pavones
El tema de amanecer
es complejo, y todo
por culpa de un gallo
que, o es un pelotudo,
o nos está tomando
el pelo. A las cuatro
de la mañana lanza
el primer quiquiriquí,
pero lo hace como
ahogado, disfónico.
La primera vez que
lo escuché pensé que se había equivocado la hora, primero; y que estaría aclarando
la voz, segundo. Pero no. El muy jodido tiene esa voz de mierda que, con el correr
de los minutos, te va poniendo como nervioso. Y entonces uno da vueltas y vueltas
dentro de la carpa y piensa, pero qué gallo hijo de puta si por lo menos lo haría bien.
Ya para cuando el sol asoma sobre las ligustrinas me levanto, lleno de ira, queriendo
ahorcar a ese animalito de granja que aún no sé para qué sirve. Pero eso dura poco,
por suerte. El verde perfecto del patio, el ruido del mar que está a poco más de cien
metros y que escuchamos durante toda la noche, la tranquilidad de un pueblo que
no conoce asfalto ni autos ni empresas ni horarios, y la ola más larga del mundo
hacen que vuelva en mi esa cosa armoniosa, aire agradable que me hace levantar
a Vero con besos y mimos para comenzar un nuevo día de este viaje.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *


El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.