Diario de viajeros. Vero y Nacho. «El Pescador».

Al tipo ya lo había visto antes, creo que en la calle. Y ahora eran casi las ocho de la noche y salíamos con Vero del bar de la esquina, adonde habíamos ido a disfrutar una cerveza. Cuando se me acercó, cuando lo tuve al lado, me di cuenta que estaba borracho. “Otro más”, pensé

Al tipo ya lo había
visto antes, creo
que en la calle.
Y ahora eran casi
las ocho de la noche
y salíamos con Vero
del bar de la esquina,
adonde habíamos ido
a disfrutar una
cerveza. Cuando se
me acercó, cuando lo
tuve al lado, me di
cuenta que estaba
borracho. “Otro más”, pensé y recordé a los tantos que veo a diario, bebiendo
en cualquier horario o tirados en las veredas como si fuesen una bolsa de papas.

Me pidió un cigarrillo. Se lo extendí, lo colocó en la comisura derecha de su
labio y le di fuego. Entonces, en ese segundo armonioso, cuando uno estira el
cogote y el otro acerca la llama, me dijo: tengo un poco de frío.
La frase, clara, sin segunda lectura, me dejó atónito porque estamos en
Nicaragua, no en Canadá. Es decir, hace calor, mucho calor, con un
promedio diario (noche incluida) de 30 grados. “Es que no estoy tomando nada”,
me soltó, pegajoso, argumentando su insólita confesión mientras seguidamente
me pedía unos mangos. Le comenté que era viajero y que no era, justamente,
el más indicado para ayudarlo, pero pronto esa breve relación del que pide y el
que ayuda se desvaneció para poder surgir otro tipo de trato, más bien de par,
de amigos circunstanciales que la vida, siempre enroscada, había juntado en
ese momento.

El tipo, que no era viejo, pero que mostraba la boca desdentada como la de un
anciano, me contó que venía de León para pescar. Que se metía a las cuatro de
la mañana con dos amigos y que salían a las seis o siete. Que la mayoría se vendían
en León, en el Mercado, y que otros se guardaban para darle de comer a su familia.
Después nos despedimos. Él volvió con los suyos, adonde pasarían la noche
durmiendo a la intemperie, a la orilla de una bocana donde se encuentran las
pequeñas embarcaciones. Lo vi irse caminando, cansino, con sus pantalones
arremangados y su remera sucia. Cuando llegó adonde estaban los otros se echó
panza arriba a fumar. Le quedaban ya pocas horas de sueño.

El mejor escenario posible

El sol marchaba inexorablemente
hacia su ocaso cuando Vero se tumbó
para decirme que ese momento la
inspiraba para prometerse cosas.
No es que no entendí lo que me
decía sino que quería argumentar
lo que había expresado, sin
vueltas. Así que, breve, y fiel a su
estilo, soltó que era un momento
donde proyectaba su vida y sus
destinos deseados. Me gustó la
idea que la persona con quien
comparto mi vida espere a esos
instantes para diagramar o
pensar o esbozar el futuro y sus
posibilidades. Y me preguntaba
que sería de nuestra
existencia-humana, como
especie- si las decisiones se
tomaran en ese momento, al calor tibio del sol que se va y de la arena
que persiste en meterse entre los dedos de los pies. El sueño me invadió
mientras buscaba en algún lado por una respuesta.

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