Diario de viajeros. Vero y Nacho. «El encuentro».

Desde Argentina soñábamos con esta posibilidad, la del encuentro. Lo veníamos hablando desde hace tiempo, pero parecía que siempre las circunstancias resultaban esquivas. Sospecho que las ganas de volver a vernos, después de seis meses, hicieron que aunáramos esfuerzos para encontrarnos en Antigua. Cuando sonó el teléfono en la casa de Belinda, sabía que era

Desde Argentina soñábamos con esta posibilidad, la del encuentro. Lo veníamos hablando desde hace tiempo, pero parecía que siempre las circunstancias resultaban esquivas. Sospecho que las ganas de volver a vernos, después de seis meses, hicieron que aunáramos esfuerzos para encontrarnos en Antigua.

Cuando sonó el teléfono en la casa de Belinda, sabía que era “el chori”. No me equivoqué. A los pocos minutos descendía desvencijado desde el bus que lo traía hasta la casa, sosteniendo como podía la mochila desarmada por tantos kilómetros, por tantas horas.
El abrazo fue cálido y urgente, de esos que uno atesora para repartir con discreción. Nos volvíamos a ver, y vaya en qué circunstancias. Si a la distancia podía parecer todo un sueño, ahora, en Guatemala, era una ratificación de que los caminos podían volverse reales.
Nos tiramos en el pasto a matear y mirar el lago y a conversar como si estuviésemos en Plaza Rocha; y nos sumergimos en la cocina a saborear comida caliente y amiga; y apuramos un Termidor con Coca Cola; y jugamos unas partidas de chinchón. Por momentos, resultaba raro sentirse en Guatemala, aunque rápidamente la realidad predominaba si mirabas a tu alrededor y te descubrías entre las montañas, siendo espectador de lujo del Lago Atitlán, que reúne a su alrededor a doce pueblos, quienes llevan el nombre de los doce apóstoles.
Luego de un paso por Panajachel, cruzamos en lancha hasta San Pedro, un pueblo completamente diferente a los que hasta entonces habíamos visitado. Su primera característica que la distingue es que no tiene calles, o las tiene muy pequeñas, ya que no transitan autos, sino motos, bicicletas o pequeños compartimentos que funcionan como taxi.

Entonces el pueblo está unido por senderos que lo serpentean y lo atraviesan como venas. A cada lado se levantan pequeños cafés, mercados artesanales y alojamientos. Es un lugar donde lo turístico está presente en cada uno, en lo que puedas hacer con el paisaje y en tu capacidad de sentirte interpelado por la lluvia y el aire fresco.
La idea es mañana salir temprano en kayak hasta un pueblo vecino. Sabemos que luego del mediodía seguro llueve y tendremos que refugiarnos en el hostel a tomar café caliente, comer pan casero de banano y matear. Sabemos que tendremos que guardarnos a leer, a sentir el calor de las frazadas en los pies descalzos y a mirarnos, cada uno desde su cama, para comprobar que la vida tiene guardada estos aces que nos hacen tan felices.

«Los pueblos del Lago Atitlán»

En San Juan, un pueblo vecino al que se llega luego de una caminata de media hora, se encuentran las principales cooperativas de tejidos. Se trata de una propuesta relativamente nueva, que nuclea a cientos de mujeres en el trabajo artesanal, y que impulsa una manera diferente de organizarse, respecto a lo que puede ser una empresa. En general, la cosa funciona del siguiente modo: cada una trabaja en su casa y luego reúnen lo producido en un almacén común para la venta. Pero más allá de la forma peculiar que adquiere esta estructura laboral, lo interesante es conocer cómo alcanzan los colores en sus tejidos, ya que todo surge de la naturaleza, en un proceso bien distinto al industrial y, aunque presenta características modernas, no abandona su espíritu artesanal.

La tradición
Estos pueblos que rodean el Lago Atitlán no hablan español, al menos no como su lengua primera. Entre ellos hablan dialectos, y sólo recurren al español para intercambiar con nosotros o con otros turistas. En total, en Guatemala, se hablan más de treinta dialectos.

La vestimenta si que es bien diferente respecto a las ciudades que veníamos visitando a lo largo del viaje, aunque debo aclarar que esa “rareza” sólo recae en las mujeres, que parece que son las únicas que llevan adelante la tradición en este sentido.
El machismo hace que mientras los hombres luzcan jeans o remeras de marca, las mujeres continúen sosteniendo sus colores y la ropa típica: polleras largas, faja y blusa, invariablemente.

De visita
El  domingo fuimos en lancha hasta Santiago, uno de los pueblos más grandes de los que se encuentran sobre el Lago. Sin ser pintoresco, nos perdimos en caminatas que descubrían puestos y puestos de artesanías y conocimos a Maximón, un santo Maya al que se venera ofrendándole alcohol (aguardiente) y cigarrillos. Tal es la devoción sobre este santo que la Iglesia Católica tuvo que aceptar que en Semana Santa se lo pueda llevar hasta afuera de la Iglesia (nunca adentro, claro, la tolerancia tiene límites) porque miles de fieles recurren a él para pedir por lo que sea. Similar a lo que sucede con el Gauchito Gil en Argentina, pero masivo.
La particularidad radica en que este santo va transitando por las casas del pueblo, permaneciendo un año en cada una de ellas. Al que le es asignado tiene que armar un espacio, no importa su dimensión, adónde los fieles puedan ir a orar y a realizar sus rituales.
San Marcos
Nos habían dicho que este era el pueblo más bonito de los doce, pero la plata, la lluvia que se presenta siempre luego del mediodía y las decisiones que se toman no nos permitió visitarlo como se hubiera merecido. Por suerte, cuando viajábamos para San Pedro, la lancha se detuvo una hora y pudimos caminarlo y conocer al Cristo Negro, el principal atractivo turístico del lugar. En lo demás, es parecido a los otros: calles convertidas en pasillos interminables, pequeños muelles que penetran en el Lago y donde algunos varones de diversas edades se divierten pescando, el cantar de los pájaros como sonido único y la ausencia de autos, de gritos, de ruidos.

Hace un rato nomás nos despedimos del Chori. Como siempre que estamos acompañados por gente querida, luego quedamos como desinflados, mirándonos la cara y diciendo ¿y ahora qué? Lo dejamos mientras corríamos hacia un bondi que se iba, sin poder hacer durar el abrazo, sin poder decir las palabras de rigor que toda despedida merece, cuando la lluvia comenzaba a repiquetear en nuestras mochilas. Cuando el colectivo arrancó, saqué la cabeza de la ventanilla y lo miré irse, lento, pesado. Luego me acomodé entre la gente y nos perdimos en ese camino de montaña que nos dejó en Chichicastenango, una ciudad famosa por el mercado que funciona los domingos. Pero hoy es lunes y llueve, así que el resabio de ayer es una buena pintura de los sentimientos encontrados que nos generan este tipo de cosas.

 

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