Diario de viajeros. Vero y Nacho. «Volcán Barú».

Ya hace casi dos horas que Susana nos devolvió al hostal. Vero, tras estar con sus pies en una palangana con agua caliente y sal para deshincharlos, cayó ruidosamente sobre la cama y ahí quedó. Yo, echado en la misma cama, preferí sentarme frente a la compu y contarles el por qué de este cansancio.

Ya hace casi
dos horas que
Susana nos
devolvió al
hostal. Vero,
tras estar con
sus pies en una
palangana con
agua caliente y
sal para
deshincharlos,
cayó ruidosamente sobre la cama y ahí quedó. Yo, echado en la misma cama,
preferí sentarme frente a la compu y contarles el por qué de este cansancio.

Cuando a las dos de la mañana sonó el despertador sabíamos que no iba a hacer
un día fácil: subir el Volcán Barú nos llevaría gran parte del día. Algunos datos:
una cima que está a 3500 metros sobre el nivel del mar, el pico más alto de
Panamá, 13 kilómetros de caminata, una mochila cargada con 2 Gatorade, un
termo con café caliente, 4 sandwiches de atún y queso, 2 sopas instantáneas,
chicles, y chocolates, mucho chocolates para consumir energía y para calentar
el cuerpo. Y la cámara de fotos, claro.
A las 4.20 de la madrugada la camioneta nos dejó en la base y empezamos a
caminar. Fue en ese instante y no antes, cuando prendimos la linterna y a
nuestro alrededor no había nada, donde comprendimos que lo que comenzaba
no sería moco de pavo.
Las primeras dos horas las hicimos a oscuras, sólo alumbrando nuestro paso
inmediato por la linterna. Pasaron algunos minutos cuando apareció una
bifurcación que nos llenó de dudas. ¿Cuál era el camino correcto? ¿Cómo puede
ser que nadie nos advirtió de esto? Una vía, en excelente estado,  tenía un
alambrado tirado; la otra, era un amontonamiento de piedras. En principio
íbamos a escoger la primera opción, aunque si ese era el camino, ¿por qué
había un alambrado? La segunda opción parecía difícil porque sabíamos que
algunos carros 4×4 subían hasta la cima y, claramente, por allí no podría pasar
ningún vehículo. Recorrimos ambos caminos, subiendo y bajando, perdiendo
tiempo, y decidimos seguir el segundo.

A Vero se lo confesé hacia el final del día
cuando estábamos llegando: fue un segundo
en donde pensé que estábamos perdidos y
comencé a racionar en mi cabeza los alimentos
que tenía en la mochila para una supervivencia.
Soy consciente que es una exageración, pero
me acordé de “Viven” y de una película que vi
hace poco: “127 horas”.
Ahora que lo escribo me da gracia ser tan manija,
tan dramático, tan previsor. Lo cierto es que
mientras seguíamos caminando, tirábamos
argumentos que justificasen nuestra decisión, que
finalmente fue confirmada por un cartel que rezaba:
“Kilómetros recorridos, 4.5. Distancia de la cima:
8.5”. Suspiré. Decía que ahora me río, pero en el
momento, con cero grados en el cuerpo, solos en
medio de la selva, de noche, no me pareció un
razonamiento tan ilógico.
Me doy cuenta: aunque me gusta la vida al aire libre y silvestre, no estoy preparado para
ello. Quiero decir: no fui boy scout, no tuve muchos camping de chico, no veo National
Geographic. Lo mismo le pareció a Vero cuando, así sin más, apareció un mono gigante
en medio de nuestro camino y le dije: “No hables. Agarrá la linterna y dame el palo”,
haciendo referencia a una rama que usaba para apoyarse. Obvio que el mono al vernos
se fue rajando por las ramas y ni se preocupó por nosotros. Pero yo ya había imaginado
una dura batalla contra ese primate que estaba dispuesto a acabar con mi vida.
Casi cinco horas tardamos en llegar, por un camino que por momentos parecía imposible.
Y acá va lo increíble. El Volcán Barú es el punto más alto de Panamá y, en días claros,
pueden verse los dos océanos: el Atlántico y el Pacífico. Cuando llegamos estaba todo
despejado pero era tal el cansancio que sentían nuestros músculos que optamos por
tirarnos al piso y dormir de cara al sol, al menos un rato. Cuando pasaron 40 minutos
nos levantamos con el objetivo de  tomar unas fotos. Pero de pronto, una nube densa,
gaseosa, fría, nos envolvió y quedamos dentro ya sin posibilidades ni de ver los océanos
ni de sacar fotos con el paisaje de fondo. Cosas que pasan.

Luego de tomar todo el café y una
sopa que nos prepararon unos
trabajadores que se viven allá arriba
(ahí se encuentran instaladas las
antenas de televisión de todo el país)
empezamos el descenso, cosa que, a
raíz de los dolores de Vero, nos llevó
el mismo tiempo que el ascenso.
Ahora son casi las ocho de la noche.
Y espero que las bananas, los relajantes
musculares y el sueño puedan reponer
algo de nuestro cuerpo marchito.

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